Una casita del tiempo en este nuevo cuento de Enriqueta Barrio.
Cuando era pequeña, su padre le había traído de regalo una Casita del Tiempo y a ella le pareció la octava maravilla.
De paredes que simulaban piedra y techo de teja colonial, el Viejo y la Vieja se disputaban las salidas: el tipo lo hacía cuando el tiempo era feo, cuando llovía o hacía frío, y haciendo gala de toda su hombría, enfrentaba los avatares climáticos sin que se le volara el sombrero.
La Vieja, en cambio, salía cuando estaba soleado y cálido, con su vestidito floreado y una bolsa de los mandados colgando del antebrazo.
Estaban en el aire, flotando, a merced de un sistema magnético (según le explicó su padre) que se movía al ritmo de ciertas condiciones atmosféricas.
Algunas veces, en invierno o durante alguna excesiva tormenta de verano, el Viejo salía tanto que parecía que se iba a meter en la parte de la Vieja buscando refugio y, según ella pensaba, un poco de cariño. Pero no, hasta ahí nomás llegaba su amor, por más que se estirara, el mecanismo lo mantenía en su lugar. La Vieja miraba desde adentro, desilusionada, como el Viejo volvía lentamente a su guarida al escurrirse la tormenta.
Nunca se cruzaban. Jamás. Ni adentro ni afuera, así que a pesar de convivir tantos años no se conocían. Sin embargo, los días de tiempo estable (pocos aquí por el Sur), quedaban los dos en el umbral, mirándose de reojo, pero, claro, sin poder girar sus cuellos de madera.
Él tenía anteojos, traje marrón oscuro con corbata y zapatos acordonados. Aparentaba ser un tipo bien grande, pero andá a saber: en esa época tener cuarenta era ser anciano. Se lo veía formal y jefe de familia, salía poco y cuando lo hacía llegaba hasta la vereda nomás; y le habían puesto una chalina de esas marrones que usan los jubilados.
Ella tenía unos zapatos negros, de taco medio, acordes a una señora de su casa. El pelo al hombro prolijamente peinado, con unas ondas discretas, y un vestido abotonado por delante que usaban casi todas las mujeres del barrio, con flores pequeñas, al que llamaban batón, que era para estar en la casa, no se usaba para salir. Un ligero rubor en las mejillas y los labiecitos pintados de carmín; tenía cierta robustez que se alcanza con la edad.
A cada lado de ellos, una ventana, con unas cortinas de tela real que acrecentaban su intriga sobre lo que estaría pasando adentro. Varias veces las corrió e intentó descifrar el ambiente: imposible.
Una enorme oscuridad ocupaba el interior de la Casita del Tiempo, pero ella alguna vez creyó vislumbrar un hogar a leña encendido, aunque no podría asegurarlo. Otra vez vio en el fondo una cama de matrimonio con un acolchado tejido con cuadrados de restos de lana, que seguramente la Vieja había tejido durante los días inhóspitos de mayo, en los que ella quedaba adentro.
Rara esa convivencia entre los viejos, ¿no?… en la misma casa, pero con distintas puertas… sin salir nunca en pareja… “Por eso todavía están juntos”, le explicó su padre con sonrisa cómplice. “No los toques, que si no el mecanismo se rompe y salen sin sentido”. Ella guardó su mano en la falda como si la casita quemara.
Y acá está todavía la Casita del Tiempo, colgada en la cocina durante más de medio siglo.
Lo vio a su padre con el martillo poniendo un clavo con su habitual torpeza, y acomodando la Casita para que quedase derecha y ninguno de los dos habitantes se beneficiara con una inclinación. “Ahí está, le dijo satisfecho, ahora cada mañana cuando vengas a desayunar, te vas a enterar como va a estar el día. Esto anda mejor que el Servicio Meteorológico Nacional, no te quepa la menor duda”.
Se dio cuenta que, aún hoy, con estudios y experiencia, no le cabía la menor duda.
Asomó los ojos acuosos de los setenta, a través de la ventana celosa de su interior de la Casita del Tiempo, corriendo la tela dura por el paso de los años, convencida de que, ahora sí, con la experiencia y la madurez, comprendería la estructura del hogar clásico por dentro.
Oscuridad total, ni noticia de la cama de matrimonio, ni del acolchado tejido, ni del hogar encendido.
Pero ahora se daba más maña: sacó el celular y prendió la linterna, sonriendo satisfecha de su ocurrencia. Con un dedo sostuvo la cortina, mientras se iluminaba violentamente el interior pacífico y silencioso de la Casita. Le pareció que la Vieja se cubría la cara protegiéndose de la luz, aunque no podría asegurarlo, fue un segundo nada más.
Nada, tal cual lo previsto por la mente civilizada de la mujer adulta que ahora era. Paredes peladas, ni un solo mueble y, por supuesto, ni restos del hogar encendido que creyó ver de pequeña. Una cierta desilusión la embargó. Qué poca onda, podrían haberle dibujado una cocinita, o ponerle una camita, que sé yo, algo que simulase un hogar, pensó, ya que hicieron todo esto lo hubieran terminado mejor y no dejaban esta sensación de vacío en la gente…
“Recuerdo de Carlos Paz”, leyó en el papel madera que cubría la parte de atrás al descolgarla, mientras le pasaba un trapo para sacarle la grasa acumulada. En la pared quedó la sombra de la Casita grabada.
“Dale ché, si te vas a quedar con cada cosa una hora no terminamos más”, le dijo su hermana sobresaltándola, mientras descolgaba los últimos cuadros.
“Ya termino”, le respondió mientras ponía la Casita del Tiempo en un cajón tratando de moverla lo menos posible porque el mecanismo, ya sabemos. Y cuando giró la cabeza creyó ver de soslayo al Viejo, aflojándose la corbata y sacándose el sombrero para tirarlo a la mierda, y a la Vieja revoleando la bolsa de los mandados, liberando su brazo acalambrado.
Le hubiera gustado a papá ver esto. Vienen buenos tiempos, por fin, para los viejos que nos cansamos de cumplir, pensó mientras dejaba el cajón en el container que se llenaba de porquerías en la vereda.
Sintió unas gotas caerle en la cara y recordó al Viejo afuera de la Casita por última vez. “Te lo dije, habló su padre en su cabeza, era fija que iba a llover, esto anda mejor que el Servicio Meteorológico Nacional”.
Autora: Enriqueta Barrio
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